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Héctor Lavoe: el cantante de cantantes

la voz del profeta popular de la salsa sigue vigente.

 

Te mira fijamente tras sus gafas oscuras, unos lentes opacos como de aviador. No sonríe, pero parece que estuviera a punto de hacerlo. No llora, pero sus ojos están cansados de tanto haberlo hecho. Su cabello, esponjoso, negro y tirado para atrás, define el contorno de un mundo que no se mueve sin ritmo, que no camina sin pasos de baile, un mundo que es montuno, bolero, guaracha y guaguancó, aunque ahora lo llamemos salsa. Su cabeza reposa cómodamente sobre su puño derecho y dos anillos —que parecen de oro— se muestran. En el índice, un extraño símbolo que rodea casi por completo una de sus falanges. En el meñique, su propio nombre: Héctor. Te sigue mirando fijamente. Y te dice: “Es chévere ser grande, pero es más grande ser chévere”.

Nunca movió sus labios, pero te movió a ti. Sus palabras son obituario y coro, trompeta y percusión abrazándote e invitándote un trago en el momento más difícil o en la madrugada más intensa. Es 1976. El primerísimo plano fotografiado por Lee Marshall, convertido en portada de ‘De ti depende’, su segundo álbum como solista, se convierte en su imagen más icónica, del mismo modo que la foto de Korda al Che Guevara o la que José María Silva le tomara a Carlos Gardel, otro ídolo de barrio, nunca de barro.

Pero Lavoe no fue solo una voz, una debilidad o una portada de disco. Lavoe, sobre todo, sigue siendo. Y eso se reafirma cada vez que un colombiano, un puertorriqueño, un venezolano o un peruano lo tutea sin haberlo conocido. No cantan sus canciones: cantan su propia vida. No lo bailan, sino que bailan con él. En ese mismo instante, nace la leyenda del Jibarito de Ponce, el Rey de la Puntualidad, el Malo, el Todopoderoso, el Cantante de los Cantantes, la Voz. La epopeya de un hombre que fue el escenario y el ritmo, los reflectores y los aplausos, el público ferviente y la propia soledad.

Lavoe no era solo un cantante: era parte de la familia, tenía un lugar propio y un vaso lleno de Bacardí para acompañar los platos y la sobremesa de un continente. Aparecía en sus espejos, cuando hombres y mujeres se miraban al levantarse; era la ciudad intensa sobre la que caminaban, la bocina estentórea y el silencio al ver las avenidas desde la ventana de un bus (...). Él, hombre de isla y una voz de tierra firme, era también la vieja y querida almohada sobre la que los latinos ponían su cabeza antes de dormir (...). Una hoguera alrededor de la cual bailar remitiéndose al mamífero ancestral que habita en nuestra venas. Las venas abiertas de América Latina.

Pero esa hoguera se convirtió también en sacrificio ritual: Lavoe moría un poco cada vez que tenía éxito. Sus verdugos fueron sus propios productores: Fania Records explotó su imagen hasta que no le quedó color. Lo obligaron a grabar discos, no permitieron que se recuperara de sus adicciones en beneficio de la fama de ‘chico malo’ que tanto vendía —su dolor se contaba en dólares— y lo expusieron a un último concierto que fue solo lágrima y dolor. ‘La noche que Lavoe cantó en silencio’, la llamaron. Era 1990 y casi no quedaba nada de él. Lo intentó durante cinco minutos y de aquella voz, la Voz, solo sobrevivían murmullos ininteligibles. Una percusión de su voluntad. Una lucha del viento por permanecer. Hace 25 años que ese viento todopoderoso, esa tormenta vocal que fue Héctor Lavoe, cerró los ojos para siempre (tras sus lentes opacos de aviador) y convirtió su recuerdo en una sensible mezcla de silencio y canción. Y tanto en el Perú como en los recovecos hispanos de Norteamérica y en toda la tierra latina es una canción que suena para siempre.

En el meñique, su propio nombre: Héctor. Te sigue mirando fijamente. Y te dice: “Es chévere ser grande, pero es más grande ser chévere”‘¡Perú, me inyectaste!’

“Perú le ha devuelto a Héctor Lavoe un reconocimiento y una fuerza que creía que ya no tenía. Aquí me han revivido. Esto ha sido una inyección fantástica. ¡Perú, me inyectaste!”. La voz agitó el toque de queda que pretendía silenciar las noches limeñas desde la señal de Radio América. Las palabras incomodaban y, al mismo tiempo, les dibujaban a los radioescuchas una sonrisa. Lavoe el sonero era también Lavoe el dicharachero y Lavoe el pícaro. Por eso no tenía vergüenza para jugar con sus palabras, lo que le permitía la inmediata asociación con la adicción que medio mundo le conocía. Era cerca de la medianoche del sábado 9 de agosto de 1986. En su programa ‘Sonido latino’, Hugo Abele, su amigo peruano, le hacía la única entrevista en vivo que dio en el país la semana que permaneció en Lima para dar seis conciertos históricos y extraordinarios en la Feria del Hogar. “Puede decirse que la historia de la salsa en el Perú se divide en A. L. y D. L.: antes de Lavoe y después de Lavoe. Las seis noches que se presentó a lleno total, ante más de 50.000 personas en la Feria del Hogar, definieron el mito.

“Para los aficionados a la salsa, para la opinión pública y para otros músicos, esos días fueron el nacimiento de algo completamente nuevo”, nos dice Eduardo Livia, director de radioelsalsero.com. Para Ómar Córdova, creador de las fiestas Descarga, esos días fueron algo absolutamente especial. “La salsa dejó de ser Willie Colón u Óscar D’León, y empezó a personificarse en Lavoe, un hombre tan del barrio como su público y que vivía las letras de sus canciones”.

“¿Sabes cuánto costará la isla San Lorenzo?”, preguntó el cantante tras un paseo por La Punta y El Callao a Kike Vigil, una de las voces más autorizadas de la salsa en el Perú y creador del portal Mambo Inn. A pesar de haber nacido en Ponce, Puerto Rico, Lima le robó el corazón en su primera ruta entre el aeropuerto Jorge Chávez y el hotel Sheraton. “La quiero comprar. Me encanta, estoy seguro de que ahí sería feliz. Además, el mar peruano es más sabroso que el caribeño”, dijo el sonero de 39 años que vio el baile de sus primeros amaneceres sobre las colinas de Machuelo Abajo, la localidad ponceña que lo oiría sonear por primera vez. Apenas a los 12 años se presentó en televisión y Felipe Rodríguez —conocido como la Voz en el Puerto Rico de los cincuenta— le auguró que sería una estrella. A los 14 formó su primera banda y, aun frente a la negativa de su padre, viajó a Nueva York a vivir con su hermana Priscilla.

Fue víctima de la suerte, de su hígado, de sus adicciones, de su sangre, del ron. Y, a pesar de todo, siguió ahí, dejando de ser hombre para convertirse en un tótem de la música latinoamericana

Un hermano muerto antes en un confuso incidente era el motivo por el que su padre rechazaba ese viaje. Pero no hubo vuelta atrás. A las pocas semanas y tras haber sobrevivido gracias a distintos oficios —incluido el de pintor—, tuvo el día de su suerte: uno de los fundadores del nuevo sello Fania lo vio cantando en un local nocturno. “Mucho gusto, soy Johnny Pacheco”…, y no tuvo que decir más. Lo que siguió fue lo más parecido a la colisión de un cometa en la Tierra. Pacheco lo presentó a Willie Colón, otro vecino del Bronx, al que luego Héctor le enseñaría a hablar en español.


La pareja fue un éxito desde su primer disco, ‘El malo’, de 1967, hasta el último, ‘Lo mato’, de 1973. Temas como ‘El malo’, ‘The Hustler’, ‘Se acaba este mundo’, ‘Guisando’, ‘Che Che Cole’, ‘Ausencia’, ‘Te conozco (bacalao)’, ‘Sonero mayor’, ‘La murga de Panamá’, ‘Barrunto’, ‘Aguanilé’, ‘Calle luna, calle sol’ o ‘El día de mi suerte’ marcaron el perfil de ambos músicos y amigos, y también la escisión del grupo, víctima de las debilidades de Lavoe. “Yo canto las canciones que la gente necesita, porque la vida es bonita”, entonaba el hombre que, a decir del colombiano Sergio Santana, autor del libro ‘Héctor Lavoe, la voz del barrio’, terminó víctima de las letras de sus propias canciones.

“Salió del barrio, representaba el cantar de la esquina, la voz del marginal. Estuvo endiosado y cantó sobre los grandes problemas sociales que enfrentaba el latino, el de Caracas, de Nueva York, de San Juan, de El Callao, de Medellín. Todos se sentían identificados con Héctor Lavoe”, dice Santana. Por su parte, Eloy Jáuregui, periodista y juglar salsero y salseado, escribió: “Lavoe hace de la lengua y de las palabras su campo de batalla o un lecho para hacer el amor”.

A pesar del éxito obtenido tras su distanciamiento musical con Willie Colón —iniciado con el disco ‘La voz’, de 1975—, su vida entera parece el resumen estremecedor de una miniserie con trágicos episodios. Aficionado a las telenovelas, acostumbraba recitar de memoria diálogos del capítulo que había visto antes de cada concierto (...). Aunque la ironía se olía en el aire: su propia vida parecía un cruel guion de Delia Fiallo, en el que mientras más lágrimas hubiera, más discos vendía. El ‘rating’ implacable del éxito se lo cobraba.

Temas como ‘El cantante’, ‘Vamos a reír un poco’, ‘El todopoderoso’ o ‘Juanito alimaña’ marcaron esos tiempos. Luego, la tragedia lo devoró. En febrero de ese mismo año saltó junto a Puchi, su esposa y madre de su hijo Héctor Jr., desde su apartamento de Queens, Nueva York, tras un feroz incendio. Después, durante un asalto, asesinaron a puñaladas a su suegra en Puerto Rico. Solo un mes más tarde, el 7 de mayo de 1987, su hijo Héctor Jr., de 17 años, cayó abatido tras el disparo accidental de un amigo suyo. No pasaron muchos meses más hasta que sus constantes malestares lo llevaron a un hospital, en el que los médicos encontraron que era VIH positivo. Sus años enganchado a la heroína y las agujas compartidas con desconocidos lo hicieron víctima de la que entonces era una enfermedad mortal a corto plazo. Cuando cayó del noveno piso del hotel Regency de Puerto Rico, tras un fallido concierto y una pelea con Puchi, el mundo lo vio sobrevivir solo para seguir cayendo. En 1991, un derrame cerebral le paralizó medio cuerpo y anuló por completo su capacidad para cantar.

Tótem de la música latina

El 2 de septiembre de 1990, la Fania All Stars se presentó en el Meadowlands Arena de Nueva Jersey, como parte del cartel de la 15.ª edición del Festival de Salsa organizado por Ralph Mercado. Fue la noche en que Lavoe cantó en silencio. Ya era un hombre titubeante y débil, víctima de su propio dolor y del abuso de quienes percibían su fragilidad. Atrás quedó quien se atrevió a maquillar femeninamente a Cheo Feliciano, en una broma épica que casi le cuesta una tunda, aunque después Feliciano lo contara entre risas. Tampoco vivía ya la voz desafiante que le mandó decir a Pablo Escobar “que su madre va a salir a cantar” alguna noche perdida en la historia de la hacienda Nápoles, junto a Maelo y Vicentico Valdés. Se permitía un desafío que, en otras circunstancias, podría haber sido mortal, quizá porque de patrón a patrón la vida lucía diferente. Quizá también porque Lavoe era un poeta, pero no de versos, sino de asfalto lírico.

Fue víctima de la vida, de la suerte, de su hígado, de sus adicciones, de su sangre, del ron. Y, a pesar de todo, siguió ahí, dejando de ser hombre para convertirse en un tótem de la música latinoamericana. Veinticinco años después de su muerte, el 29 de junio de 1993, habiendo sido —y siendo— admirado, respetado, cantado y bailado, utilizado sus canciones como agua bautismal de calle y mundo, de pronto, lo más trágico de Lavoe es que, a pesar de sus tragedias, la vida se aferraba a él… y nunca pudo darse cuenta.

“No hay tiempo para tristezas… ¡Vamos cantante, comienza!”.

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